Sólo la madera se quejó del alto chirrido que hicieron las garras de la bestia al posarse sobre ella. Ésta iba andando lentamente, como si temiera poder asustar a alguna presa cercana o peor aún, que alguien atisbara su gran pelaje, su gran tamaño y saliera corriendo para salvar la vida. Si algún caminante hubiera mirado en el interior del frondoso bosque de olmos, habría podido observar un rastro de garras que trazaban una gran línea recta. Y si además hubiese comprendido el lenguaje del bosque, habría oído su lamento y su preocupación por la corteza astillada. Pero por suerte no había nadie cerca de la bestia para que ésta le hincase sus grandes colmillos. O por lo menos nadie adulto.
Cuando el sofisticado oído del depredador capto el llanto del niño que se había perdido entre el follaje, éste ya nada pudo hacer para huir. En menos de cinco zancadas de sus grandes piernas el monstruo se colocó enfrente del muchacho, que ensimismado, se quedó callado. La bestia, que no estaba muy acostumbrada a que sus presas guardaran silencio cuando él estaba a punto de tomar su cena, también calló. El chiquillo, que a lo sumo no tendría más de cinco años, iba en pijama y agarraba una pequeña manta. Le observaba con unos ojos que no mostraban miedo, todo lo contrario, eran ojos de asombro, unos grandes ojos verdes que reflejaban las hojas del bosque y miraban con cariño a la bestia de gran pelaje.
El monstruo, por un pequeño momento, sintió cómo su gran estómago dejaba de gruñir y dudaba. No tardó mucho. Cuando el último rayo de sol de aquel día quito el brillo de los ojos del chico, la tripa de la bestia volvió a hablar fuertemente y a pedir alimento, así que, mostrando sus grandes dientes se acercó torpemente y se comió de un gran bocado al niño. Sin masticar. Simplemente se lo tragó. Quedando en el aire la sabana que antes el joven agarraba con demasiada fuerza para sus pequeños deditos. Esta descendió lentamente a la alta hierba, tocando el suelo y uniéndose con el silencio que se apoderó en ese momento del lugar.
En el bosque ya no se escuchaban dos respiraciones, sólo se oía una. Grande y poderosa, y que para los temerosos era bien conocida. La bestia, que de nuevo volvía a estar sola, se relamió sin placer. Se había comido demasiado rápido su cena, sin saborearla, tenía demasiada hambre como para andarse con remilgos. Así que con el descontento, optó por volver sobre sus pasos, no sin notar cómo el pelo que cubría todo su cuerpo se erizaba, para súbitamente sentir como algo dentro de su barriga se movía de forma anormal. Éste, sin haber caído en la cuenta de que su presa aún seguía viva dentro de él, sucumbió al pánico y desesperado intentó parar el movimiento interno.
Pero el crío que habitaba dentro de él no quería hacerle daño. La bestia paró y abrazando su gran barriga, se dio cuenta que unos dedos dentro de él le acariciaban. Sin miedo. Sin odio. Era una mano cordial que le comprendía. Y con una voz infantil que nadie había escuchado por aquel lugar del bosque de olmos, cantó una canción. La melodía, vibraba dentro del monstruo. El bosque la entendió, pues caminantes, cazadores y vendedores aun cantaban:
“En la aldea lejana vivía un crío,
que en una historia oscura se vio metido.
Su casa ardió, su padre, desaparecido.
Él huyó, dentro del bosque sombrío.
Más nadie lo encontró, la nieve cayó, empezó el frío,
el bosque lo arropó, lo dejo escondido.
El pelo domó su piel, creció, desatendido.
No pudo evitarlo, mató, comió, vieron el cadáver en el río.
Por eso niños, quedaos en las casas.
No salgáis fuera, cuando cae la noche.
Permaneced en la luz, en las brasas.
Tapaos los oídos, no es un fantoche.
Que la bestia os come, os hará grasa,
con sus dientes enormes, en la medianoche.”
Cuando el niño término de cantar, y las hojas volvieron a reanudar su eterno baile, el monstruo estaba llorando. No estaba solo, alguien pequeñito dentro de él también le acompañaba en su llanto, susurrando una canción de cuna que le había cantado su madre. Muy lejos, en la linde del bosque, una villa entera escuchó un extraño murmuro que venía acompañado por el viento de los árboles.
Lo achacaron a los lamentos de los espíritus que vivían dentro de él.
El antiguo niño salvaje, que había pasado mucho tiempo viviendo en aquella tierra, ya no era el mismo. El lugar lo había trasformado en otra cosa y ahora recordaba un tiempo en el que había sido muy feliz. Mirándose, ya no se reconocía a sí mismo. Cogió la pequeña mantita que estaba en el suelo, y con un esfuerzo sobrehumano regurgito al niño. Por otra parte, con un cariño que hacía eones que no había sentido, le secó con la manta, abrazándole, calentándole, ofreciéndole su denso pelaje.
Y el pequeño, mirándole humano, como siempre lo hizo gracias a las canciones que sabía, le tendió la mano; el otro, habiendo recobrado la parte humana que creía perdida, la cogió de vuelta.
En la oscuridad sólo se vio a dos sombras juntas, mano a mano, caminando entre los olmos, volviendo a casa.