Social Icons

Featured Posts

El Lenguaje de las Burbujas

Todo el mundo es capaz realizar cosas increibles. ¿Y tú?

El Lector de Libros en Blanco

El valor hacia las historias vino desde que era pequeño.

La Sombra entre los Olmos

Sólo la madera se quejó del alto chirrido que hicieron las garras de la bestia al posarse sobre ella.

This is default featured slide 4 title

Easy to customize it, from your blogger dashboard, not needed to know the codes etc.

This is default featured slide 5 title

Easy to customize it, from your blogger dashboard, not needed to know the codes etc.

martes, 20 de diciembre de 2016

Estrella

Cuando el anciano estaba limpiando todos los artículos de su tienda de antigüedades, se sorprendió cuando la lámpara de aceite que tenía en sus manos se calentó y empezó a vibrar fuertemente al frotarla con el paño sucio con el que hacía sus quehaceres. - Por haberme liberado, -clamó una voz desde la nube de humo que había salido de la lámpara-. Te concederé tres deseos. - ¿Tres deseos? -preguntó el anciano, cerrando mucho los ojos para poder ver al genio que aparecía, lentamente, a medida que se dispersaba el humo y polvo que lo rodeaba. - Sí, tres deseos, sin límites ni restricciones, solo dime lo que deseas y se te será concedido. El anciano, sentándose en el piso, se puso a pensar en todas las cosas que le gustaría pedirle al genio: una mansión, un vehículo nuevo, unas vacaciones por las Bahamas, etc. Sin embargo, cuando volvió en sí y miró a su alrededor, vio su preciada tienda, un retrato de su amada familia y, considerando lo feliz que era su vida, dijo: - ¿Sabes, genio? No deseo nada. - ¿Estás seguro de tu decisión?-le preguntó el genio, sorprendido-. Lo más probable es que más nunca puedas tener otra oportunidad como esta en lo poco que te resta de vida. - Sí, estoy seguro. Si algo he aprendido en todos los libros que he leído, las historias que he escuchado y las películas que he visto, es que todos los deseos que se le hacen a los genios de las lámparas vienen con terribles consecuencia. - Muy sabia deducción, pero estás errado. Verás, -comenzó a explicarle el genio al anciano, sentándose a su lado-. No es que todos los genios concedemos deseos con terribles consecuencias, si no que, al igual que las cosas materiales, todos los deseos tienen un precio que hay que pagar para obtenerlos. El problema es que los humanos, al desear, solo lo hacen pensando en las cosas buenas y positivas que traerían sus deseos a sus vidas sin tomar en cuenta la parte negativa y las consecuencias que acarrearían; porque cada deseo representa un cambio, usualmente drástico, a vuestras vidas y la mayoría no quiere cambiar su vida, si no que aspiran todos los beneficios de sus deseos en su bien conocida rutina. Esto, sin mencionar que olvidan la dualidad del universo y el balance entre bien y el mal, lo bueno y lo malo; es por eso que muchos, para no decir todos, se decepcionan de sus deseos y han creado tales historias nefastas sobre nosotros los genios. - Entonces, todo es cuestión de considerar lo bueno y lo malo de lo que deseamos y aceptar los cambios que estos traigan-concluyó el anciano, pensativo. - Sí. No hay trucos, ni trampas, solo cambios. ¿Entonces, sabiendo esto, cambiaste de parecer? ¿Te gustaría pedir tus tres deseos? - No, gracias -sentenció el anciano, seguro de sí mismo-. Prefiero seguir mi vida y ser feliz con lo que tengo. - Está bien, -dijo el genio, poniéndose de pie, pero, al ver la cálida tienda de antigüedades y el amistoso rostro del anciano, le preguntó: "¿Puedo quedarme?" - Sí, sí, sí, claro quédate el tiempo que quieras -le respondió el anciano con una gran sonrisa. Y desde entonces, el genio vivió en la tienda de antigüedades de su gran amigo y lo ayudó en todo lo que pudo, sin que éste nunca le pidiera ni deseara nada. Fin.

La enfermedad

- ¡No tengo hambre! -chilló el pequeño, apartando su plato lleno de comida a un lado. - ¡¿Cómo que no vas a comer?! -vociferó su madre-. ¡Tienes que comer! ¡No has comido nada en todo el día! - Pero no tengo hambre, mamá, no quiero comer -gritó el niño, enfurruñándose. - ¡Tienes que comer, porque si no te enfermas! -lo amenazó su madre, acercándole el plato. - ¡Pero, mamá! -protestó el pequeño, apartando el plato-. ¡Ya estoy enfermo! - Bueno... Eh... ¡Por eso tienes que comer, querido! -le replicó su madre, acercándole el plato, después de hesitar por un momento-. Porque si no comes, no te vas a curar. - ¡Pero, pero mamá! No tengo hambre, -reprochó el niño, apartando el plato-. Además, el doctor dijo que era incurable. - ¡Ay mi amor! -clamó su madre, tropezando y dejando caer el plato de comida, al abalanzarse sobre su hijo para besarle la coronilla mientras que sus ojos se llenaban de lágrimas.

Profesor

- Tengan cuidado por donde caminan -advirtió el profesor a sus alumnos, mientras los guiaba por el templo milenario-. Estas ruinas están colmadas de ciempiés que eran considerados sagrados por las antiguas civilizaciones que vivían aquí. Así que debemos respetar sus creencias y tener mucho cuidado de no pisar ninguno, porque si les hacemos daño podríamos tener una vida llena de desgracias. Sin embargo, el niño más inteligente de la clase, mientras se jactaba con sus amigos que él no creía en ninguna de esas historias y creencias divinas, le dio un pisotón a un grotesco ciempiés que yacía en frente de él para demostrarle a sus compañeros lo que decía. Al ver este gran acto de rebeldía, todos los demás alumnos se sorprendieron tanto que gritaron aterrados y, cuando sus estruendosos gritos resonaron por todo el templo, las paredes empezaron a crujir y a desmoronarse. - ¡Corran! -gritó el profesor, al notar que era cuestión de segundos antes de que el templo se viniera abajo. No obstante, a pesar de las rocas que caían del techo, casi todos los alumnos salieron ilesos del templo menos uno, aquel que había pisado el ciempiés se tropezó mientras corría y se torció el tobillo del mismo pie con el que había pisado al insecto. Lo que le enseñó una valiosa lección a sus compañeros aunque, después del accidente, el pequeño rebelde continuara con su vida como si nada y, pensando que todo había sido una casualidad de muy mal gusto, siguiera creyendo ferviente en sus palabras. Fin.

martes, 29 de noviembre de 2016

El lenguaje de las burbujas

Sus curvas no eran comparables a las de ella. Él la observaba, paciente, con calma, se prometía que, cada noche, a la misma hora, la luna con sus brillantes ojos sería testigo de su rapto. Y otra noche, no lo llevaba a cabo por el bien de ella. A pesar de provocar reflejos que bailaban al son del agua, no era suficiente para cautivar su corazón. Libre como la corriente. En conclusión, un corazón grande cual océano, vivo, como él. Observaba con un ansia incontrolable como ella quedaba prendada de otro, como le escribía cartas bajo la luz del sol, como furtivamente, acabo quedando con él en la orilla lejana. Y con ese sentimiento que solo viene producido por los celos y en una primavera de grandes lluvias se lo llevo a este y a su casa. Su familia se lamentaría de las crecidas de ese año. Con el tiempo ella fue perdiendo su alegría, las arrugas acabaron poblando su rostro y acentuando su tristeza, terminando por decidir huir de su hogar, para buscar esa felicidad que en aquel lugar le había sido arrebatada por el agua. La noche de su fuga, y viendo que los guardias del castillo vigilaban todos los caminos, ella acabo entrando en él, como si su destino fuera acabar en la misma corriente. Sus pieles guerrearon mientras que el frío ganaba la partida, y él, se esforzaba por retirar sus olas de su amada. Después de jadeos y aspamientos acabo por abrazarla. Y los pulmones y el agua se mezclaron. La hizo suya, hasta que dejo de palpitar. Desde fuera solo se vieron las burbujas que explotaban en la bruma del río.

El lector de libros en blanco

Cuando las páginas tocaron mis manos, supe que podía verlo todo. No como lo ven los demás, yo llegue a sentir el fuego de las civilizaciones que caían en las historias, logré oler las flores que crecían en un prado, el jazmín, las rosas; los personajes posaron sus esperanzas en mí, y yo las sentí como mías, sabía que tenía en mis manos algo importante. Sentí caricias donde otros lectores pasaron de largo. Cualquier maldición puede convertirse en un don si se usa de la forma correcta, o por lo menos yo lo vi así desde que fui pequeño. Recuerdo que me empecé a interesar por las historias con el “taka-taka” constante que hacía la máquina de mi padre al escribir. Siempre fue un asombroso periodista, se sentaba en su silla y no se movía en horas. Recuerdo acercarme y preguntarle: -¿Sobre qué estas escribiendo hoy? Y él me respondía: -Sobre personajes malvados que se creen sacados de un cuento de princesas y ogros. -¿Un secuestro? Él me colocaba la mano en el pelo y me decía – Nadie puede engañar a mi chico listo. Aun me gusta recordarle así, yo le preguntaba sobre sus trabajos y el los trasformaba en un cuento de niños. Lo que no entendía lo preguntaba. Y si alguna forma se me escapa, el cogía mi mano, apoyaba su dedo en ella y mientras su piel recorría mi palma me decía: -Esto es un circulo, es genial. La tierra tiene esta forma. Las gotas de agua también. El universo está loco. Parece que le chifla lo circular. Como a la Bella Durmiente le chiflaban las ruecas puntiagudas. Cuando mi padre fallaba (que pasaba bastante a menudo cuando se tenía que ir de viaje), me apoyaba en mi madre, ella me hablaba de sus padres, de los pueblos donde vivió de niña. Y en ocasiones muy muy especiales, me relataba una historia que ella había escrito cuando era pequeña. Por aquel entonces yo ya estaba enamorado de la literatura, sabía que quería leer, empaparme de lo que sabían mis padres. No mucho tiempo después, y habiendo pasado por un aprendizaje que no fue fácil, recibí mi primer libro en blanco. Era la historia de un chico que entraba en un mundo extraño por debajo de su cama. Un mundo verde donde soplaba el viento todos los días del año. Al principio, cuando sentí el aire, me alarme, pero acabo gustándome. Cuando el personaje se sentaba al lado de un río, oía el murmuro del agua, cuando esté se sentaba al lado de una hoguera, notaba el crepitar del fuego y el olor de la madera. Después de ese libro, vinieron muchos más, miles de historias con sus miles de sentimientos. Me hicieron madurar. Me hicieron mayor. Siempre agradeceré que mis padres me enseñaran a leer en braille.

La sombra entre los olmos

Sólo la madera se quejó del alto chirrido que hicieron las garras de la bestia al posarse sobre ella. Ésta iba andando lentamente, como si temiera poder asustar a alguna presa cercana o peor aún, que alguien atisbara su gran pelaje, su gran tamaño y saliera corriendo para salvar la vida. Si algún caminante hubiera mirado en el interior del frondoso bosque de olmos, habría podido observar un rastro de garras que trazaban una gran línea recta. Y si además hubiese comprendido el lenguaje del bosque, habría oído su lamento y su preocupación por la corteza astillada. Pero por suerte no había nadie cerca de la bestia para que ésta le hincase sus grandes colmillos. O por lo menos nadie adulto. Cuando el sofisticado oído del depredador capto el llanto del niño que se había perdido entre el follaje, éste ya nada pudo hacer para huir. En menos de cinco zancadas de sus grandes piernas el monstruo se colocó enfrente del muchacho, que ensimismado, se quedó callado. La bestia, que no estaba muy acostumbrada a que sus presas guardaran silencio cuando él estaba a punto de tomar su cena, también calló. El chiquillo, que a lo sumo no tendría más de cinco años, iba en pijama y agarraba una pequeña manta. Le observaba con unos ojos que no mostraban miedo, todo lo contrario, eran ojos de asombro, unos grandes ojos verdes que reflejaban las hojas del bosque y miraban con cariño a la bestia de gran pelaje. El monstruo, por un pequeño momento, sintió cómo su gran estómago dejaba de gruñir y dudaba. No tardó mucho. Cuando el último rayo de sol de aquel día quito el brillo de los ojos del chico, la tripa de la bestia volvió a hablar fuertemente y a pedir alimento, así que, mostrando sus grandes dientes se acercó torpemente y se comió de un gran bocado al niño. Sin masticar. Simplemente se lo tragó. Quedando en el aire la sabana que antes el joven agarraba con demasiada fuerza para sus pequeños deditos. Esta descendió lentamente a la alta hierba, tocando el suelo y uniéndose con el silencio que se apoderó en ese momento del lugar. En el bosque ya no se escuchaban dos respiraciones, sólo se oía una. Grande y poderosa, y que para los temerosos era bien conocida. La bestia, que de nuevo volvía a estar sola, se relamió sin placer. Se había comido demasiado rápido su cena, sin saborearla, tenía demasiada hambre como para andarse con remilgos. Así que con el descontento, optó por volver sobre sus pasos, no sin notar cómo el pelo que cubría todo su cuerpo se erizaba, para súbitamente sentir como algo dentro de su barriga se movía de forma anormal. Éste, sin haber caído en la cuenta de que su presa aún seguía viva dentro de él, sucumbió al pánico y desesperado intentó parar el movimiento interno. Pero el crío que habitaba dentro de él no quería hacerle daño. La bestia paró y abrazando su gran barriga, se dio cuenta que unos dedos dentro de él le acariciaban. Sin miedo. Sin odio. Era una mano cordial que le comprendía. Y con una voz infantil que nadie había escuchado por aquel lugar del bosque de olmos, cantó una canción. La melodía, vibraba dentro del monstruo. El bosque la entendió, pues caminantes, cazadores y vendedores aun cantaban: “En la aldea lejana vivía un crío, que en una historia oscura se vio metido. Su casa ardió, su padre, desaparecido. Él huyó, dentro del bosque sombrío. Más nadie lo encontró, la nieve cayó, empezó el frío, el bosque lo arropó, lo dejo escondido. El pelo domó su piel, creció, desatendido. No pudo evitarlo, mató, comió, vieron el cadáver en el río. Por eso niños, quedaos en las casas. No salgáis fuera, cuando cae la noche. Permaneced en la luz, en las brasas. Tapaos los oídos, no es un fantoche. Que la bestia os come, os hará grasa, con sus dientes enormes, en la medianoche.” Cuando el niño término de cantar, y las hojas volvieron a reanudar su eterno baile, el monstruo estaba llorando. No estaba solo, alguien pequeñito dentro de él también le acompañaba en su llanto, susurrando una canción de cuna que le había cantado su madre. Muy lejos, en la linde del bosque, una villa entera escuchó un extraño murmuro que venía acompañado por el viento de los árboles. Lo achacaron a los lamentos de los espíritus que vivían dentro de él. El antiguo niño salvaje, que había pasado mucho tiempo viviendo en aquella tierra, ya no era el mismo. El lugar lo había trasformado en otra cosa y ahora recordaba un tiempo en el que había sido muy feliz. Mirándose, ya no se reconocía a sí mismo. Cogió la pequeña mantita que estaba en el suelo, y con un esfuerzo sobrehumano regurgito al niño. Por otra parte, con un cariño que hacía eones que no había sentido, le secó con la manta, abrazándole, calentándole, ofreciéndole su denso pelaje. Y el pequeño, mirándole humano, como siempre lo hizo gracias a las canciones que sabía, le tendió la mano; el otro, habiendo recobrado la parte humana que creía perdida, la cogió de vuelta. En la oscuridad sólo se vio a dos sombras juntas, mano a mano, caminando entre los olmos, volviendo a casa.
 
Blogger Templates